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Tres Pisos hasta Quintana

Una coca cola con limón, una terraza entre rosales y 5 minutos para esperarte

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El Cigarro y el Amor

Estaba en la fila del banco, con la fila interminable de un viernes que no acababa, y un amor que sin fila ni sin banco había terminado 5 minutos antes. Sólo quería salir de ahí, y subirme a mi coche, prender un cigarro y llorar fuerte.

Pero la cajera no tenía prisa, y mientras yo acumulaba lágrimas, ella acumulaba tiempo y la mitad de mi vida adolescente al detenerla sin más.  Una vez que pagué mi colegiatura, salí corriendo del infierno bancario, busqué mi coche rojo, cerré la puerta y solté todo. El llanto, el corazón roto y la tristeza con sabor a mar, a sal y a desamor.

Y vaya que mis 19 lo habían querido...

Prendí el radio buscando una canción que acompañara lo gris del día, y una vez que la encontré, apliqué el multitasking juvenil que dominaba tan bien: fumar y sentir intensamente al mismo tiempo.

Con una mano al volante, y la otra haciendo ondas con el cigarro, arranqué el coche y manejé a casa de mi amiga potosina. Centrada, presente y con una de las vibras más ligeras que he conocido en mi vida, ella era justo lo que necesitaba. La llamé  entre sollozos y semáforos rojos, y cuando llegué ya me esperaba con una coca cola helada y una cajetilla de Marlboro blancos.  Porque ella, como yo, sabía que no podía fumar en seco, ni sin coca cola.  En cuanto la ví, la abrazé y me rompí en pedazos. Y me quedé 3 horas ahí.  En los escalones de un edificio que ya no existe, con una amiga que ya no vive aquí y un vicio que dejé muchos años después.

Pero ese día me fumé alma y media.

Y sentí que con cada bocanada de humo se me aliviaba poquito el alma.  O eso me gustaba creer.

El cigarro me daba algo de fuerza, de consuelo, de misteriosa magia.  La verdad es que he perdido la precisión de poderlo explicar, pero quien ha fumado alguna vez entenderá el código secreto del que hablo.  De la perfecta compañía de prender un cigarro después de un día de trabajo, del nerviosismo de buscarlo para calmar un coraje terrible, de la convicción de creer que un cigarro puede pausar un momento y darle un aire de eternidad al recordarlo, y de la perfecta sutileza de fumar por placer, por merecerlo y sentirlo.  Y como a un viejo amante, aún lo describo así, con nostalgia, con pasado y las letras de lo que ya fue.  Menos mal que lo he dejado, porque cualquiera pensaría que lo había amado casi casi casi igual que a él.

Y Fumé ese día. Y Fumé los días en los que no supe de él. Fumé cuando pensé que lo olvidaba. Y fumé con mis amigas, en el antro, en las comidas, y en los cafés. Fumé cuando me gradué y empaqué para irme lejos, lejitos de todo aquello que me recordaba a el.

Y justo cuando pensaba que ya no lo vería, sonó el teléfono y lo escuché otra vez, entre la gente, el ruido y el cigarro nuevo que seguía al viejo.  Resulta que estaba ahí y había conseguido mi número, que si cenábamos, que tenía ganas de verme, de contarme de su vida, de la vida, de la mía.  En fin, había pasado tanto que le dije sí, al fin y al cabo habíamos sido algo y no pasaba nada por vernos once again. Mientras cerraba las ventanas de mi casa, le dije de un sitio lindo para cenar temprano.  Le dije también de los metros que debía tomar y que si pedía barra en lugar de mesa para poder ver el partido esa noche en el bar. Le dije que llevara chamarra y finalmente le colgué para poderme poner mi bufanda.

Le había dicho muchas cosas, menos de la que me había dado cuenta 5 minutos después de salir de casa: que había dejado los cigarros y el amor por él en otra bolsa y en otra casa.

.

No lo volví a ver más que 3 veces después de eso.  Como amigos, como extraños, como historias, y como parte de lo que los dos sabíamos escribiría y que el jamás leería.

Y la verdad es que no dejé de fumar esa noche, ni muchas noches después.  No dejé de fumar porque encontré el amor, ni porque encontré un sustituto al divino vicio del cigarro.  Dejé de fumar porque un día sucedió así.  Porque me enfermé de la garganta, y la tos no me dejó fumar en 10 días, porque luego pasaron 20 y me dí cuenta que no estaba fumando, y porque de la nada, llegué a los 30 días, y supe que no lo necesitaba.  Lo había vencido, y lo había olvidado.  Y lo más curioso es que ni siquiera lo había intentado.  

Hoy llevo casi 2 años sin fumar, y lo único que he extrañado del cigarro es la compañía que me hacía cuando lloraba.  Será que ahora lloro menos y amo más.  Y será que los verdaderos amores no necesitan el humo triste que tanto mal me hacía al pulmón, al alma y al saber amar...

De haberlo sabido antes.... jajaja, such is life!

Tuesday 05.16.17
Posted by Mariana Pierce
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Necesito una pijama nueva.  Ya es primavera.